En la distopia



En el país del sueño, un imbécil que sólo piensa en sí mismo recibe como juguete el destino del mundo.
Multitudes tomándose selfies con labios de pato y quiebre de cintura.
En el país de los colombios, un hombre al que la violencia le arrebató su padre decide que su venganza será lucrarse con su dolor.
Criminales que se autodenominan honorables.
Un robot que recibe ciudadanía, mientras en todos lados pululan los desterrados, los que no son ciudadanos.
Likes, retwits, hashtags, cosas virales.
Seres humanos vendidos como esclavos.
Fotos íntimas expuestas a la mirada general.
Miles de millones que se venden a sí mismos, a cambio de objetos innecesarios o de algún vago sentido de identidad y de pertenencia.
Hordas que descartan la presunción de inocencia y se lanzan furiosas a linchar.
Seres peores que los linchados escondidos en medio de las hordas, alentando la furia.
Opinadores de oficio recitando frasecitas de cajón y ufanándose de pensantes.
Ricos que olvidaron por qué querían ser ricos, pero siguen encontrando la manera de hacerse mucho más ricos a costa de empujar a muchos al abismo de la inopia.
Gente que cada seis meses hace fila para suplicar la última versión del aparato con que la someten y vigilan.
Una especie precaria que no entiende el terreno que ha cedido a la inteligencia artificial.
Noticias, mentiras que no son noticia, mentiras que se ofrecen como noticias, verdades que nunca son noticia.
A comienzos del año lamenté que se hubiera acabado el periódico en cuyas páginas solía publicar mis opiniones.
Hoy me pregunto si no fue una bendición, una especie de mensaje sutil que me invitaba a callar.




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